Cuando Kafka escribió “El Proceso”, nos hablaba de un juicio interminable y de un hombre atrapado en una burocracia incomprensible, tan absurda como amenazante. Parecerá aventurado decir que el bueno de Franz no estaba creando una realidad paralela, sino reflejando, a través de su filtro poético, el mundo que le tocó vivir. Lo cierto es que, la etiqueta roja, como llaman los británicos a todos los papeleos y obligaciones legales a los que estamos condenados por nacer tras la revolución industrial, es una carga tan pesada que a menudo acaba doblegando al individuo.
Decir hoy: “el Estado”, es mentar algo tan fuera de nosotros mismos que casi equivale a pronunciar el nombre de Dios. Según los teólogos, Dios está en todos nosotros (o nosotros estamos en Dios, si se quiere), pero no le vemos ni podemos preguntarle, ni quejarnos, ni felicitarle o condenarle por su Obra Creadora. El Estado, por su parte, es ese ente que nos rebasa, del que formamos parte casi inevitablemente y que en lugar de guardar silencio, como el Creador, nos deriva hacia cualquiera de sus millones de ramificaciones, todas con sus toneladas de impresos innombrables, para que nuestra queja o súplica llegue tarde y suavizada por los formalismos burocráticos.