martes, 20 de abril de 2010

Volar


Llevamos posados sobre esta superficie curva, con distintos grados de evolución social y física, unos dos millones de años. Antes, cuando de día no teníamos sino la luz del sol, y de noche la de la luna o la de la lumbre en la cueva, debíamos asumir de forma natural la inclemencia de un mundo hostil, y sus nefastas consecuencias para una especie ingeniosa, pero al fin y al cabo frágil e insignificante. Así, en esos albores de la humanidad, a nadie le sorprendería escuchar que a su padre se lo ha comido un dientes de sable o que un mamut ha aplastado a medio clan. Eran tiempos sencillos con normas sencillas, casi todas dictadas en nuestra contra, como inquebrantables obstáculos puestos en nuestra lucha colectiva por la supervivencia.
Pero había algo en esos monos pelados que los hacía obstinados, irreductibles, y poco a poco, según nos cuenta la historia que hemos reescrito tantas veces, se fueron adueñando de ese planeta hostil. La maravilla tecnológica, desde la agricultura a Internet, se convirtió en el gran protagonista del relato de esta especie, y tanto fue así que se autocoronó confiada reina de la Creación. Pero la corona del hombre era tan frágil e ilusoria como su trono, y bajo el espejismo de poder dominarlo todo, el ser humano seguía siendo pequeño y frágil, pese a verse a sí mismo multiplicado e interconectado por avanzadas redes de comunicación. Pensaba que podía moverse a cualquier parte del planeta, sin pisar la tierra, en pocas horas, y sin más molestias que el incómodo cambio horario o la invasión a la privacidad que supone volar tras el once de septiembre.
Y de repente, Maya, ese organismo que algunos dicen que habitamos, protestó de nuevo y puso otro obstáculo más. El Volcán islandés de nombre impronunciable comenzó a expulsar humo, cenizas y piedras volcánicas al aire, y su columna ancló a la extensísima flota europea en su totalidad. Recordaron los expertos, esos que rigen nuestras vidas a golpe de experimento y publicidad mediática, que en 1984 a un avión se le pararon los cuatro motores sobrevolando Indonesia. Por eso, por un capricho de la dinámica geotérmica, la maravilla que cumplía el sueño milenario del hombre, el de volar, quedaba completamente inutilizada.
Me pregunto yo, que soy de ímpetu viajero, si esto tiene o no solución y si el dichoso volcán de la verde Islandia dejará de vomitar sus entrañas sobre las rutas de navegación  aérea, y no puedo evitar imaginarme un escenario en el que desaparezcan aerolíneas, aeropuertos y nos obliguemos a cruzar por tierra y mar las distancias que nos separan. Más despacio, apreciando más el camino y dejando al cuerpo asumir lentamente que se está  en otro sitio. Tampoco parece del todo mal, un mundo más lento, en el que volar siga siendo un sueño. En estos días en los que el cielo europeo sólo ha sido sobrevolado por intrépidas aves y partículas de feldespato os digo, hoy más que nunca, que somos pequeños, mucho más pequeños de lo que creemos ser.

martes, 6 de abril de 2010

Gran vía

Es 4 de abril de 1910, y hay una nutrida multitud ante la casa del cura de la Iglesia de San José. Puede que se hayan congregado para no perder detalle del gran proyecto urbanístico que está a punto de comenzar, pero lo más probable es que esta gente, paisanos de un Madrid entre dos épocas, estén ahí ante el insólito hecho de ver a un Borbón empuñar una piqueta de oro. Alfonso de Borbón, a quien la historia ha deparado una numeración supersticiosamente sospechosa, empuña esa herramienta porque aún es pronto para utilizar las tijeras de cortar cintas rojas, con la que el rey gusta de inaugurar y estrenar cosas. Su mano agarra la piqueta con la torpeza del que no la ha utilizado ni para cascar nueces, y el instrumento, normalmente vigoroso, adquiere entre sus dedos la apariencia de un juguete. Pero Alfonso lo que quiere es terminar pronto y que las obras comiencen cuanto antes. Con el pusilánime y escenificado primer golpe del monarca contra la pared del cura desahuciado, se inauguraba la historia de la Gran Vía.