jueves, 12 de enero de 2012

Sacrificio

El sacrificio es la piedra angular de la sociedad en la que vivimos. Nos guste o no, todo este entramado se ha formado sobre la base de una tradición cristiana, que todos los domingos celebra el martirio de un dios redentor hecho hombre. Obviamente, el sacrificio era anterior a que el carpintero más famoso de la historia acabara, irónicamente, clavado en un madero. Se sacrificaban, por ejemplo, animales para calmar la furia de los dioses antiguos. El término hecatombe, tan en boca de muchos periodistas para epitetar una catástrofe, viene del asesinato ritual de cien reses. Fuera de altares, la historia precristiana muestra otros sacrificios, como el de Leónidas muriendo con sus trescientos para que sus enemigos atenienses consiguieran ganar la guerra contra los persas, o el de Numancia, que prefirió arder con todos sus habitantes dentro antes de rendirse a las legiones romanas. Siglos después, con el ejemplificante sacrificio de Cristo, se construyó todo un sistema de valores que, en cierta medida, justificaba los ultrajes del mundo en pos de alcanzar la salvación.

Sin embargo, conforme la sociedad de consumo fue ganando terreno en las llamadas democracias occidentales, la cultura del sacrificio pareció pasar a un segundo plano. El sistema entero parecía potenciar el éxito fácil y rápido, la consecución de objetivos con el menor esfuerzo posible y el egoísmo frente a cualquier tipo de consideración hacia los demás. En esta época de locura, se creyó que las necesidades eran infinitas, como el crecimiento, que debía de ser constante y exponencial. Por supuesto, el flujo de crédito era permanente, puesto que todo era amortizable y la urgencia de acometer nuevos proyectos primaba sobre la sostenibilidad de los mismos. Así, de repente, florecieron los puentes de Calatrava, los estéticos monstruos de Foster, los megaeventos culturales o deportivos como la Copa América, la Fórmula 1 o los sucesivos intentos de Madrid por ser Olímpica.
Fueron también tiempos de cargos de confianza, de ampliación del parque automovilístico oficial, de la corrupción del ladrillo y la especulación del suelo, de rebajas injustas e indiscriminadas de impuestos. Era como vivir en el backstage de un grupo de los que llena estadios. Entonces seguía habiendo sacrificios, a menudo enormes, puesto que no todos estaban invitados al buffet libre, pero apenas se escuchaba esa palabra en los medios.
De repente, resultó que no todo era tan cojonudo: que el crédito no era eterno, que no todo era amortizable, que el éxito fácil era débil y el crecimiento no significaba necesariamente desarrollo o sostenibilidad. Vamos, que todo se fue al carajo y empezaron a caer bancos y empresas en manos de menos bancos y empresas, que se hicieron más poderosos. Los gobiernos de todo el mundo dejaron de sonreír y empezaron a reunirse compulsivamente, como si de verdad se tomaran en serio su trabajo y como si de sus acciones se pudieran esperar soluciones a lo que ellos mismos, activa o pasivamente, habían liado. Tras mucho pensar y debatir, del Sancta Santorum de las instituciones plurinacionales reveló el nuevo dogma: la austeridad.
Austeridad es un eufemismo para decir que no se gasta. Como ajuste es un recorte. Como esfuerzo fiscal es un aumento de impuestos. En fin, que bajo una palabrería más o menos rimbombante se escondía un cambio radical en el modo en que nuestros gobiernos nos trataban. Y de pronto, esa palabra volvió, y cualquier gilipollas tras una tribuna, con un compungimiento digno de los grandes de la escena, la pronuncia ahora como muletilla recurrente cada vez que tiene que promulgar un nuevo tijeretazo al estado de bienestar.
Hemos de hacer sacrificios, dicen. Sacrificarte significa que te toca pagar a ti los delirios arquitectónicos, las rebajas de impuestos que te dejaron un puñado de euros en el bolsillo, mientras otros ahorraban millones, las intervenciones a bancos y cajas que han pagado suculentos bonus a sus ineptos ejecutivos. Sacrifico ahora, en esta neolengua que se impone implacable, significa que te jodes tú para salvarlos a ellos. Qué queréis que os diga, casi prefería el cuento de la cruz…

No hay comentarios:

Publicar un comentario